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"Los libros malos son un veneno intelectual que destruye el espíritu. Y dado que la mayoría de las personas, en lugar de leer lo que se ha producido en las mejores épocas, se reduce a leer las últimas novedades, los escritores se inscriben al círculo estrecho de las ideas en circulación, y el público se hunde cada vez más en su propio fango"

Schopenhauer

No parece sino que el propio filósofo de Danzig, muerto hace ciento cincuenta años, hubiese hecho una excursión de siglo y medio hacia los tiempos corrientes y, vislumbrado el envilecimiento intelectual que nos circunda, hubiese estampado el citado apotegma.

Como tengo ninguna esperanza en que los medios de comunicación, la educación que se estila o siquiera comandos justicieros, ejecuten alguna acción en pro de la literatura de verdad: aquella que se distingue por su originalidad, por la excelsitud de su lenguaje, por sus cualidades de invención y descubrimiento, por su capacidad de suscitar ideas nuevas y aun revolucionarias, por su poder evocador y emocional, que puede hasta trastocar la vida de sus lectores y que, por mera estadística, no está al alcance de cualquiera que se proponga escribir un libro, me he juramentado para que de mi boca o pluma no salgan nunca voces o signos que consideren la existencia de una escritura que no sea portadora de excelencias.

Sépanlo, pues, quienes, basados en su condición de tertuliano, mayordomo, título nobiliario, famoso, prostituta, o coime; o bien, en virtud de su carrera bancaria, televisiva, deportiva, doméstica, periodística, universitaria o inexistente y quienes, aprovechando el tiempo que sus escasas labores les dejan, perpetran obras que pretenden adscribirse a lo literario y no aportan sino alfabeto en aluvión, batiburrillo de anacolutos, léxico de adolescente-LOE, tedio, burricie y vaniloquia, que ningún eco va a encontrar su menorragia verbal en quien suscribe.

Y no se hagan la ilusión de que me refiero tan sólo a quienes se han acercado a la novela histórica con menores conocimientos sobre el asunto de los que alberga don Alfredo Di Stéfano o los que han hozado en el ocultismo provistos de la pericia con la que nuestro presidente trata la economía o quienes escriben tratados de autoayuda y son incapaces de ayudarse a sí mismos a no pronunciar tonterías sino también a los poetas chirles, aguacates y vocingleros, a los abanderados de una modernidad que va a cumplir ciento veinticinco años y de la que aún no han recibido noticia, a los que escriben morralla pseudo-contemporánea, a menudo adobada de perversa música, para el teatro y, aún más, a quienes reinventan “Hamlet”, “Carmen”, “Medea” o “La vida es sueño”. Inclúyase asimismo la caterva de ñoños que disimulan su inepcia estilística o imaginativa expeliendo flema a la que califican de literatura infantil o juvenil. En el mismo saco andan los autores de intriga, espionaje, ciencia-ficción o novela rosa.

Y, para que conste, así lo estampo. En Zaragoza a 29 de noviembre de 2010.

Javier Barreiro

Imagen: Mar Arza

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