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Agregado por Natalia Gil de Fainschtein
por Natalia Gil de Fainschtein Agregó abril 29, 2008 a las 5:33pm 8 comentarios
por Natalia Gil de Fainschtein Agregó abril 29, 2008 a las 5:45pm 4 comentarios
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Galo Noctilio
A |
unque la obscuridad parecía la misma, el paso de las horas y cierto cambio en el aire de la cueva, le indicaron que era el momento de salir a buscar alimento. Estiro las patas removió las orejas y salió. Muchos insectos ya iniciaban el canto nocturno del apareamiento y salían a comer o en busca de amor.
Galo extendió sus manos aladas y voló hacia la salida guiado por su instinto y por la plateada luz de la luna. El y su familia tenían por costumbre elevarse hasta más allá de las copas de los árboles, dar tres grandes círculos en el entorno y pescar los insectos más apetitosos. Volar así les protegía de la banda de los Águilas Reales, dueños del cielo. Galo realmente no tenía mucha hambre, pero ese diario recorrido nocturno era verdaderamente delicioso después del sueño diurno. Volar por sobre los maizales, escuchar el bullicio del vecindario y tratar de adivinar la voz de cada personaje del entorno, era un juego diario que disfrutaba mucho. Desde las alturas, podía distinguir la entrecortada voz de Sapo Ancas verdes que croaba desde su puesto en la laguna; y reconocía perfectamente el musical llamado de Grillo Veloz para buscar pareja. El ulular de los búhos le intrigaba sobremanera.
Galo, al igual que todos los de su especie, tenía por costumbre comer pequeños insectos como mosquitos y polillas y emitir sonidos especiales para localizarlos porque, es sabido que todos los murciélagos son un poco cegatones los pobres. Y desde pequeño practicaba mucho para poder hacer esos eco-sonidos que le permitieran volar sin chocar con todo y localizar a sus insectos favoritos. Pero él sabía que algunos habitantes del entorno podían cantar, es decir, emitir sonidos sublimes por el simple gusto de hacerlo. Y él en el fondo de su corazón quería cantar, cantar era su anhelo secreto. Todos opinaban que estaba medio chiflado ante tal extravagancia y pronto aprendió a no hablar de ello y sencillamente buscaba lugares alejados donde pudiera practicar sonidos raros sin ser mal visto.
Fue así como una noche, después de volar y volar embelesado por el aroma de los huele de noche, y por un canto melodioso que no sabía de dónde procedía y quería encontrar. Acabó con su pancita llena de tanto comer, y tan cansado estaba que decidió tumbarse un momento en el recoveco del viejo abedul. Allí se quedó profundamente dormido.
El amanecer no se hizo esperar y cuando las primeras luces de la mañana bañaron de luz las copas de los árboles y la bruma ascendía hasta el cielo, los pajarillos iniciaron su concierto matutino con la algarabía de siempre. Galo abrió sus ojillos de repente y los abrió mucho, pues nunca había estado en medio de tan maravilloso concierto. La mezcla de sonidos entraba por sus orejas y en su cerebro intentaba registrarlas una a una. Pronto las aves se fueron y Galo sabía que debería regresar a su cueva-hogar, pero también sabía que si se elevaba por sobre el bosquecillo, la banda de los Águilas Reales lo perseguirían hasta cazarlo. Entonces decidió esperar agazapado hasta el atardecer y fue cuando una ardilla se cruzó por ahí. Atareada estaba buscando comida para sus críos. Al verlo lo miró desconcertada pues nunca antes había visto de cerca a un animalito tan,…sin chiste, sin plumaje, sin colores con ese hociquito chato y ojos como de pulga. Después de charlar un rato y averiguar la clase de bicho que era y lo que hacía ahí. Se rascó la cabeza para pensar mejor la pregunta de Galo: quien quería saber dónde vivía el pájaro más cantarino de todos. Le indicó que buscara a Búho Plumagris pues era sabido que había recorrido grandes distancias y por ser ave nocturna tenía el don de la clarividencia, además de ser muy culto.
Galo se armó de valor y fue a buscar al mencionado personaje y voló muy bajo por entre los ramajes para no ser visto. Búho Plumagris vivía cerca, en el ahuecado tronco del encino más grande. Se encontraba inmóvil, con la cabeza como metida en el cuerpo, tieso todo él y con sus grandes ojos amarillos cerrados. Estaba dormido y al respirar hacía un sonidito como de ronroneo. Galo no se atrevió a despertarlo y…esperó.
Espero y espero, hasta que ya muy avanzada la tarde vio como se estiraba y giraba se cabeza en redondo abriendo y cerrando sus ojos. De pronto lo descubrió y se le quedó mirando fijamente, como sólo los búhos saben hacerlo. Galo carraspeando se presentó y le pregunto aquello que quería saber. ¿Dónde vive el pájaro más cantarino de todos?
La tarde moría, las nubes se teñían de tonos anaranjados grises y morados. La luna, rodeada de estrellas, se colocaba en el firmamento. Los habitantes se encaminaban a sus refugios para pasar la noche. Pero Galo y Búho Plumagris estaban apenas iniciando sus actividades pues habían decidió encontrar la morada del Jilgero Campanilla quien conocía todos los secretos para ser el mejor cantor. Volarían muy alto, ocultos por entre la penumbra de la noche, hasta encontrar la serpenteante figura del río, que, iluminada por los plateados fulgores de la luna les indicaría el lugar exacto. Y así lo hicieron y aunque el viento nocturno soplaba fuerte, nuestros valientes amigos seguían imperturbables su camino. Claro que ya habían cenado abundantemente, porque el recorrido era largo. Muy de madrugada llegaron por fin, a la hora esa, cuando la noche está más hundida en la obscuridad y todo parece estar estático, quieto, inmóvil. Tanto Búho Plumagris, como Galo aterrizaron en un amplio ramaje y reposaron sus adoloridos huesos. Habían volado más de siete horas. Tendrían que esperar el albor de la mañana para poder hablar con Jilguero Campanilla.
Aquel pájaro era tan serio y circunspecto que no podía uno platicar con él así nomás, de manera campechana y sencilla. Tenía sus horarios para todo. Y muy temprano se bañaba en el río antes de gorjear afanoso al amanecer. Trinaba, silbaba y canturreaba repetidamente, solfeando todos los tonos posibles para iniciar después el más melódico de los conciertos.
Si Galo no hubiera tenido ese tono gris-rata, se habrían notado los sonrojos de su emoción. No podía quitar de encima sus ojos de aquella hermosa ave, casi ni respiraba para no perderse ni una sola de las notas emitidas. Sudaba copiosamente y le temblaban sus piernecitas. Cuando el concierto terminó, fue Búho Plumagris quien se aceró a felicitar al artista y solicitarle humildemente que contemplara la posibilidad de aceptar a Galo como aprendiz. Jilguero Campanilla estudió detenidamente la figurita gris e insignificante del aspirante y preguntó qué clase de animalito era. Se le aclaró que era un pequeño mamífero nocturno deseoso de aprender a cantar.
Como era de esperar de un ave tan meticulosa, decidió aplicarle un examen al pretendido pupilo para conocer sus aptitudes. Galo no esperaba semejante prueba y trató de aclarar la voz y dominar sus nervios y al emitir sus eco-sonidos, Jilguero Campanilla quedó estupefacto y atónito. Nunca en su vida había escuchado sonidos tan horrorosos. Y en seguida declaró, de manera grosera y poco delicada que no podría enseñarle a cantar si no era un pájaro de verdad.
Al oír aquella sentencia algo se le rompió a Galo por dentro. Sintió como si un hoyo grande se abriera en su pecho. Ese dolor intenso no le permitía respirar bien y a tientas y tropezones salió del lugar y subió por el tronco de un alto encino hasta llegar a la cima. Ahí se detuvo para tomar aire. Quería escapar, desaparecer, volar muy lejos y dejar atrás esa ridícula idea de querer ser, lo que nunca sería. Mucho tiempo pasó mirando nada como detenido y pasmado.
El crepúsculo extendió sus sombras inminentes bajo la capa rojiza del firmamento y la obscuridad se expandió por todos los rincones. Sin importarle nada extendió sus alitas y se dejó caer al vacío y de repente empezó a aletear para volar alto muy alto y perderse en el infinito. El sol, como una esfera refulgente en agonía miraba impasible su desesperación. Los vientos nocturnos silbaron rugiendo y azotaban las ramas arbóreas obligando a los árboles a participar de una danza involuntaria. Las nubes se posaron grises por sobre el firmamento y gruesas gotas de lluvia empezaron a caer.
El cuerpecito de Galo era zarandeado por las corrientes de aire cual ligera pluma y apenas podía controlar el vuelo. Empapado y en plena obscuridad, sólo podía confiar en la emisión de sus eco-sonidos para no chocar con algo, pero la tormenta, ya en todo su apogeo lanzaba truenos tan poderosos y terribles que le impedían escuchar algo con claridad. Pronto la lluvia se transformó en granizada y fuertes golpes de municiones de hielo le lastimaron. Cuando ya no podía más, cuando el frío, viento y lluvia le habían entumecido vio como una enorme sombra se posaba sobre él y una garra o algo parecido lo tomaba y se lo llevaba. Pensó que un águila le había capturado y dejó de luchar. Todo se obscureció aún más, cuando al fin, se desmayó.
Al despertar, el dolor es sus patas y manos era muy fuerte y la cabeza le daba vueltas. No sabía en donde estaba, no reconocía aquel lugar porque nunca había estado ahí. Abrió los ojos e intentó levantarse pero no pudo, su debilidad era tan grande que se desmayó de nuevo. Cerró los ojitos y entonces ya no supo si lo que veía era realidad o sueño.
Un murciélago blanco le miraba detenidamente y Galo, asombrado lo observaba también. Aquel individuo tenía un fino pelaje blanquísimo, sus blancas membranas se extendían impresionantes al extender los brazos a manera de un hermoso manto. Y aquella cueva, si era cueva, parecía hecha de cristal. Luminiscencias corrían por las paredes quien sabe de dónde. Cálida y acogedora. Le llevaron de comer un platón de insectos frescos y agua. Al terminar, su anfitrión le pidió que lo siguiera. El lugar tenía varias cámaras internas y en cada una, seres de distintas especies se dedicaban a pintar, danzar, meditar, cantar, tocar instrumentos, leer, escribir y crear. El guía se detuvo justo en la cámara donde un coro de variopintos personajes cantaba deliciosamente y Galo se percató que ninguno era de su especie. Su corazón latía acelerado y se preguntaba cómo es que sabían de su más íntimo anhelo. Murciélago blanco lo convidó a seguir. En la siguiente cámara un cuarteto de murciélagos hacía sonidos muy hermosos por medio de unos artefactos de lo más raros que ellos hacían funcionar con maestría. De algún modo cantaban por medio de ellos. Cuando terminaron le explicaron cómo funcionaban. Le prestaron la viola y los primeros sonidos que pudo sacarle le cautivaron por completo. Al frotar el arco por las cuerdas, pudo sin dificultad expresar sus más íntimos sentimientos.
Y entonces, como si se tratara de una película, la escena cambió de pronto y ahora veía como el murciélago blanco escondía con cuidado la viola en un recoveco del árbol caído que él conociera tan bien, pues estaba muy cercano a su cueva-hogar. Después en medio de la obscuridad oyó ruidos lejanos, sensación de flotar, voces en torno suyo…alguien diciendo su nombre, llamándolo. Al abrir los ojos reconoció de inmediato su hogar y a los suyos que le rodeaban con cara de preocupación. Se preguntó si no estaría perdiendo la razón, pero le explicaron que le habían encontrado desmayado muy cerca de la cueva. Todo golpeado y lastimado. Que había estado inconsciente muchos días.
Pobre Galo, estaba tan flaco el pobre y todo maltrecho. Aún tuvieron que pasar algunas noches para estar en condiciones de salir de cacería. Él realmente creía que la cueva de cristal y todo aquello no había sido más que un sueño causado por su estado de ánimo lastimado. Cuando las heridas sanaron por completo y se sentía mejor, la idea del instrumento aquel escondido en el árbol caído se hizo casi una obsesión. El no quería ir y sufrir el desencanto de no encontrar nada, pero…¿y si lo encontraba, ahí esperándole?
Fue así como una noche, después de saciar su apetito se armó de valor y fue en busca de ese sueño escondido. Voló por encima del árbol caído, aterrizó y buscó en el sitio indicado y… ¡¡¡Santos ratones alados!!! Ahí estaba un estuche que contenía una delicadísima viola de cristal. Temblándole sus manitas la tomó y empezó a frotar con el arco las cuerdas y una canción melodiosa y triste se extendió por los aires apacibles de la noche. Muchos se acercaron a escuchar ese sonido nunca antes oído. Desde aquella noche los habitantes del lugar acudían cada jornada para escuchar el concierto crepuscular que Galo regalaba a todos y les invitaba a soñar con mundos posibles que en algún sitio y en algún momento se podrían habitar.
Lourdes Villaseñor, abril del 2014
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