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Agregado por Natalia Gil de Fainschtein
por Natalia Gil de Fainschtein Agregó abril 29, 2008 a las 5:33pm 8 comentarios
por Natalia Gil de Fainschtein Agregó abril 29, 2008 a las 5:45pm 4 comentarios
Excellere brinda desde 2008: Servicios gratuitos para docentes. Asesoramiento y materiales para la mejora de la calidad educativa.
Juan Delval. Doctor en Filosofía. Catedrático de Psicología Evolutiva y Educación en la Universidad Autónoma de Madrid. Sus líneas de investigación versan sobre el desarrollo del pensamiento infantil, especialmente en lo relativo a la lógica, a la formación del pensamiento científico y a la construcción de nociones sociales, así como a su aplicación a la formación de conocimientos en la escuela. Trabaja también sobre la historia de la psicología evolutiva.
Durante el siglo XX se han estado produciendo importantes cambios sociales que se suceden cada vez con mayor velocidad y, sin embargo, parece que las escuelas no se transforman al mismo ritmo que la sociedad, por lo que nos tenemos que plantear cómo deberían ser los centros educativos para preparar a los jóvenes a vivir en condiciones que cambian cada día más rápidamente. Por tanto, tenemos que reflexionar sobre cómo debería ser la educación para el siglo XXI.
Entre los cambios que se están produciendo, podemos mencionar que la democracia se va convirtiendo en la forma de gobierno más deseable y muchas sociedades aspiran a dotarse de un funcionamiento democrático, que incluya respeto por los derechos humanos, con libertades básicas para todos, como la libertad de expresión, de asociación, desplazamiento, creencias, religión, etcétera, con la aspiración de erradicar la violencia.
Al mismo tiempo, se trata de sociedades más pluralistas, más diversas, con una mayor movilidad, en las que se producen grandes desplazamientos de seres humanos, menos regladas que anteriormente, con distintos tipos de familias, y una mayor libertad sexual y de creencias.
Los medios de comunicación han alcanzado un desarrollo gigantesco, no sólo con los periódicos, o con la radio, la televisión y los teléfonos, sino también, y sobre todo, con internet y las redes sociales. Esto hace que la información, que antes estaba reservada a unos pocos y registrada en especial en los libros, ahora esté por todas partes y sea extraordinariamente abundante. Antes se consideraba que la escuela tenía como funciones transmitir información y valores, pero ahora esas funciones son desempeñadas también por los medios de comunicación, y muchas veces con mayor eficacia.
Sin embargo, los centros educativos han cambiado poco. Si llegara a visitarnos un habitante de hace doscientos o trescientos años, se sorprendería de muchas cosas, de los medios de comunicación, del funcionamiento de las fábricas, del tráfico en las ciudades, de los vehículos, aviones, coches, trenes, incluso naves espaciales, pero posiblemente cuando visitara una escuela pensaría que ahí las cosas continúan de forma parecida a hace cientos de años: alumnos sentados en bancos, un maestro delante de un pizarrón explicando, y los alumnos escribiendo en sus cuadernos y tratando de memorizar lo que les explica.
Nos tenemos que plantear cómo vamos a educar a las generaciones futuras para que se desenvuelvan en la sociedad en la que les tocará vivir, donde surgen a menudo nuevas actividades, inventos, así como profesiones también nuevas. ¿Qué cambios debemos introducir en la escuela para que los prepare para vivir en una sociedad tan cambiante?
El establecimiento de instituciones dedicadas a la transmisión del conocimiento acumulado a lo largo de la historia constituye, sin duda, uno de los mayores progresos logrados por la humanidad. Gracias a ellas, la cultura, las formas de vida, las prácticas sociales, los conocimientos, pueden ser transferidos a las nuevas generaciones.
Sin embargo, las escuelas, que se empezaron a establecer hace unos cinco mil años, tienen que ir modificándose en consonancia con los cambios sociales producidos, y desde esas lejanas épocas, en los albores de la historia, las sociedades han cambiado extraordinariamente.
Remontándonos hacia el pasado, podemos señalar, entonces, que el primer gran avance en la educación, la primera revolución educativa, fue el establecimiento de unas instituciones específicamente dedicadas a transmitir a las nuevas generaciones el conocimiento que habían alcanzado las generaciones anteriores. Frente a los restantes animales, que aprenden a través de su experiencia, e incluso pueden aprender de sus congéneres por imitación, los seres humanos somos capaces de enseñar, y esto sólo se produce en nuestra especie (Delval, 2000). Desde tiempos inmemoriales, los humanos han enseñado a sus crías, pero crear instituciones dedicadas de manera exclusiva a esta tarea constituye un gran paso adelante.
Este invento se produce en sociedades que podemos considerar de tipo esclavista –lejos, por tanto, de la democracia que queremos disfrutar actualmente–, como en Egipto, en Mesopotamia y más tarde en Grecia; no obstante, constituyó un progreso enorme que abrió la puerta a la transmisión sistemática y directa de la cultura, y a su mejor preservación. Cada uno de nosotros no necesita descubrir todo lo que aprendieron nuestros predecesores, sino que se nos transmite ya una gran parte de la cultura que ha sido acumulada por las generaciones anteriores. Esto queda bien reflejado en esa hermosa metáfora muy antigua, a la que gustaba referirse Newton, pero que es muy anterior a él: cada uno de nosotros somos enanos que estamos subidos sobre las espaldas de gigantes y gracias a ello, por pequeños que seamos, vemos un poquito más lejos que esos gigantes que nos han antecedido.
El segundo gran cambio en la educación, la segunda gran revolución, ha consistido en extenderla no sólo a un grupo selecto, de futuros funcionarios, clérigos o intelectuales, sino a todos. Es una idea que empieza a defenderse en el siglo XVII, en sociedades muy distintas en las que se empieza a hablar de derechos humanos, de derechos universales, que se formularán explícitamente en las revoluciones francesa y norteamericana.
Uno de sus primeros proponentes fue el gran educador centro-europeo Jan Amos Comenius, quien tuvo la osadía y la visión de futuro de sostener que había que enseñar “todo a todos”, y todos incluía también a las mujeres, algo en verdad revolucionario en ese momento. Además, Comenius ha tenido una influencia gigantesca dentro de la historia de la educación, pues fue el primero que generalizó el uso de ilustraciones en los libros de texto. Antes, los libros destinados a la enseñanza no tenían dibujos o ilustraciones, pero Comenius, en el libro que tituló Orbis sensualium pictus, representaba el mundo en imágenes para que los niños pudieran acompañar las palabras con imágenes.
A finales del siglo XVIII se estableció un sistema de escuelas estatales en Prusia, y desde finales del siglo XIX cada vez se hablaba más de implantar una educación para todos, pero lograrlo ha requerido muchos años y todavía hay numerosos países en el mundo que están lejos de haber conseguido escolarizar a todos sus niños y jóvenes.
Si examinamos la situación de la enseñanza en la actualidad, podemos ver que se han realizado enormes progresos, porque se ha visto que el nivel educativo tiene una gran influencia sobre el desarrollo económico y social de un país y muchos estudios muestran cómo el aumento de la escolaridad repercute directamente sobre la renta per cápita.
Más educación, además, suele garantizar mejores perspectivas laborales desde el punto de vista individual. La persona que ha estudiado más tiene mejores posibilidades de conseguir trabajo, muchas veces no en lo que ha estudiado, pero sí más posibilidades de estar empleado, y hoy los países realizan enormes esfuerzos para tener escolarizada a toda la población, a los niños y las niñas durante muchos años.
Entonces, la prolongación de la escolaridad es un hecho característico de nuestro tiempo: en muchos países la escolaridad obligatoria supone permanecer en los centros educativos durante un mínimo de diez o doce años, desde los seis años de edad hasta los dieciséis o dieciocho. Además, se tiende a ampliar la escolarización también por abajo en la llamada educación preescolar, o escuela infantil. Hay un movimiento que lleva a extender el periodo de escolarización incluso desde los dos años por abajo, y luego por arriba se sigue extendiendo, de tal modo que dentro de unos años quizá la gente terminará de estudiar a los treinta años, al hacer una licenciatura, una maestría, un doctorado, estudios posdoctorales, es decir, se pasará buena parte de la vida en los centros educativos.
Todo esto nos tiene que llevar a ser optimistas respecto a los cambios que se han producido en la educación, pero al mismo tiempo no debe hacernos olvidar que siguen existiendo una serie de dificultades que voy a mencionar de manera rápida, como, por ejemplo, el escaso aprendizaje de los contenidos que se transmiten en la escuela o el aumento excesivo de contenidos escolares (que es algo en verdad preocupante, pues cada vez hay más cosas que estudiar). Se van introduciendo nuevas materias, se va hablando de los temas transversales, idiomas extranjeros, educación para el consumo, educación vial, tecnologías de la información y la comunicación, educación para la salud, educación sexual, educación para la igualdad y la tolerancia, educación para la ciudadanía, y podríamos seguir añadiendo temas, porque cada vez que hay algún asunto que tiene importancia social se intenta introducirlo en la escuela y convertirlo en una materia escolar. A todo esto hay que añadir como problemas la violencia en las escuelas y el maltrato entre iguales, la pérdida de prestigio del profesor, el abandono escolar, entre otros.
La pregunta que nos tenemos que plantear es: ¿estamos proporcionando una educación que sea realmente democrática? Como hemos comentado, las escuelas han aparecido en sociedades que no eran democráticas y se basan más bien en un modelo absolutista en el que el profesor desempeña el papel del Rey Sol. Esas escuelas se han consolidado durante mucho tiempo funcionando al servicio de la preparación de los ciudadanos en esas sociedades, y sabemos que la función de la educación, como había señalado Durkheim, es la socialización sistemática de la generación joven. La educación consiste, pues, en socializar a los nuevos miembros de la sociedad para que adquieran unas características parecidas a las de los miembros adultos de esa sociedad.
Hoy, podemos percibir que existe una contradicción entre el tipo de educación que se proporciona en las escuelas y el modelo de sociedad al que formalmente se aspira, porque las escuelas no son instituciones que hayan nacido en sociedades democráticas, que tengan en su origen una vocación democrática, y lo que tendríamos que conseguir es constituir escuelas que sean democráticas, que preparen a los individuos para funcionar en una sociedad democrática como auténticos ciudadanos, y no como súbditos. Además, debemos preparar a nuestros alumnos para desenvolverse en una sociedad que cambia muy rápidamente. Por eso se habla de que la escuela más que transmitir unos conocimientos bien establecidos, tiene que enseñar a aprender y a adaptarse a situaciones cambiantes.
Continuamente se habla en el mundo de la necesidad de hacer reformas educativas. Creo que podemos estar seguros de que en este momento hay varios países que están implicados en reformas educativas, y éstas se suceden unas a otras.
Apenas se completa una reforma ya está empezando la siguiente, incluso muchas veces sin que siquiera se acabe la anterior, porque las reformas educativas constituyen siempre procesos muy lentos que demoran muchos años, y cuando todavía no se ha conseguido que la reforma alcance a todos los cursos escolares ya hay nuevos cambios en marcha.
Ahora cuando se habla de reformas educativas, casi siempre, en casi todos los países aparecen dos temas constantes que las inspiran: proporcionar una educación de calidad y una educación que contribuya a formar ciudadanos conscientes y responsables. Nos podemos plantear si vamos realmente por ese camino; eso es lo que me gustaría discutir.
Uno de los graves problemas con los que nos encontramos en las escuelas es que muchos alumnos aprenden poco. Al cabo del periodo de escolaridad obligatoria, incluso de la que ya no es obligatoria, muchos no han adquirido conocimientos que podemos considerar esenciales. Lo que se ha aprendido se olvida con rapidez, y además hay muy poca capacidad para aplicar los conocimientos adquiridos en la escuela en situaciones concretas, en situaciones prácticas, en la vida. Los conocimientos que se adquieren no ayudan a entender el mundo en el que se vive y los profesores están descontentos y agobiados por el tipo de trabajo que tienen que hacer.
Entonces, la tercera revolución que tendría que producirse en la escuela es la consistente en alcanzar una escuela democrática y una en la que se aprenda lo que se enseña y se aprenda a aprender, a investigar, a resolver situaciones nuevas. La escuela nueva ya planteó a inicios de siglo XX una serie de principios, muchos de los cuales siguen hoy vigentes; entre ellos estaba que la escuela tiene que preparar para la vida, que se aprende haciendo y no sólo leyendo o escuchando, y que el centro de la escuela debe ser el alumno, pero las escuelas actuales siguen sin aplicar esa serie de principios.
¿Cuáles serían los ideales? ¿Cuáles serían los objetivos de la escuela que necesitamos?
Podríamos decir que el ideal sería tener escolarizados a todos los niños y niñas durante muchos años, con sus necesidades materiales satisfechas, de tal forma que asistieran a una escuela en la que recibieran una formación que les permitiera ser felices, desarrollarse armoniosamente, convertirse tanto en adultos provistos de los conocimientos necesarios, para insertarse en el mundo social de un modo productivo, como ciudadanos dispuestos a cooperar con los demás, a participar de manera activa en la vida colectiva. Que fueran capaces de elegir las formas de gobierno más convenientes para todos y que conduzcan a su sociedad, y a la especie humana en general, hacia un mundo más justo, más libre, en el que todos vivamos en paz, en el que no se produzcan actos de agresión ni por parte de los individuos, de grupos mafiosos, ni por parte de los gobiernos. Creo que estas podrían ser algunas de las aspiraciones de la escuela que deberíamos tratar de construir, aspiraciones en las que muchos podríamos coincidir.
Volviendo a los objetivos de la educación, creo que el primer objetivo que nos deberíamos plantear en la educación es la felicidad. Quizá pueda parecer muy amplio e impreciso decir que ése es el objetivo primordial, pero creo que es un determinante último de cómo hay que trabajar dentro de las escuelas. No debemos olvidar que ya Aristóteles señalaba que el objetivo de la vida de los seres humanos es la felicidad y, por tanto, también debería serlo de la escuela, que es una parte importante de la vida.
Ser feliz es encontrar un equilibrio entre nuestras expectativas y la realidad, pero no sólo de nuestras expectativas egoístas, sino las de toda la humanidad, de todo el género humano, porque creo que en esto tenemos que ser universalistas, siguiendo el camino que nos mostró Kant. El gran filósofo alemán nos propuso que tenemos que actuar de tal manera que nuestra norma de conducta pueda convertirse en norma universal, y el principio general del funcionamiento moral sería ése, que nuestras acciones podamos contemplarlas como normas universales.
Por eso, la solidaridad es un componente fundamental de la felicidad, pues la felicidad sólo para uno mismo, para un grupo reducido, la propia familia, es poca cosa: la realización de uno mismo tiene siempre que tener en cuenta a todos los demás y creo que esto se podría resumir en esa frase del poeta latino Terencio que decía: homo sum: humani nihil a me alienun puto, que podríamos traducir como “soy un ser humano y nada humano me es ajeno”, es decir, todo lo humano debe ser objeto de nuestras preocupaciones, de nuestros intereses.
Junto a la felicidad podemos considerar también la autonomía, que creo que está unida. La autonomía es la capacidad de pensar, de decidir, actuar por uno mismo, de acuerdo con las propias convicciones sin verse aplastado por el peso de la autoridad o el de la tradición. Ser autónomo es, pues, estar gobernado por uno mismo, pero no por las pasiones del momento, por las tradiciones o por el poder, sino por principios universales que valgan para todos.
Por ello, ser autónomo no consiste en actuar o pensar con independencia de los demás, sino justamente hacerlo teniendo en cuenta las opiniones de los otros, y tras evaluarlas, aceptarlas o rechazarlas; es decir, una persona autónoma no funciona con independencia de los demás, sino que llega a tomar sus propias decisiones después de haber tenido en cuenta, de haber examinado, de haber evaluado, las opiniones ajenas. Desde este punto de vista, podemos hablar de que hay dos aspectos principales en la autonomía: la autonomía intelectual, que consiste en ser capaz de pensar sobre las cosas en el ámbito de la naturaleza o en el de la sociedad, analizando los problemas en toda su complejidad con independencia de juicio, pero teniendo en cuenta las opiniones de los otros. Y la autonomía moral, que radica en actuar y en evaluar las propias acciones y las de los otros respecto a los problemas de la libertad, la justicia, el bienestar y los derechos de los demás (lo que constituye el objeto de la moral), con independencia de juicio.
Así pues, el individuo autónomo adopta una posición tras haber evaluado las de los otros y haber decidido cuál es la mejor. Fomentar la autonomía debería ser uno de los fines fundamentales de la escuela y la esencia de una escuela democrática. Creo que sin autonomía no hay posibilidad de democracia, pues los individuos actúan como formando parte de un rebaño, como borregos.
Entonces, tendríamos que decir que nuestro objetivo en la educación es que se formen individuos que sean felices, que compartan su vida con los demás, que no vean a los otros como antagonistas, sino como colaboradores en una empresa común que todos compartimos, que contribuyan a la vida social como actores y no como simples espectadores, que no abandonen la gestión de los asuntos públicos a individuos que únicamente están ávidos de poder y son presa fácil de la corrupción, que no vivan alienados en el trabajo, que no se dejen idiotizar por los medios de comunicación y por el deporte como puro espectáculo de masas, que entiendan lo que sucede en la vida social y en la naturaleza, que tengan ideas propias, que sean autónomos, que no sean clones (como en este momento parece que procuran los medios de comunicación), y que sean capaces de gozar, de disfrutar con el arte, la cultura, la belleza y la convivencia con sus congéneres.
Lo que podemos preguntarnos ahora es ¿cómo se hace?, ¿cómo podemos llegar hacia una escuela que cumpla esas funciones?, ¿qué tendríamos que hacer en las escuelas para encaminarnos hacia la formación de individuos que tengan este tipo de características? No pretendo resolver aquí esos problemas, pero voy a tratar de bosquejar algunas ideas respecto a cómo serían estos cambios necesarios. Me he ocupado con más extensión de este asunto en mis libros: La escuela posible (Delval, 2002) y Hacia una escuela ciudadana (Delval, 2006).
Creo que el paso previo es establecer con precisión los objetivos educativos (Delval, 1990) y adecuar las actividades a la consecución de éstos. Por eso, es muy importante ponerse de acuerdo sobre qué queremos conseguir por medio de la educación: que los individuos sean autónomos, felices, responsables y ciudadanos participativos serían unos fines que nos podríamos plantear, pero tal vez el sistema productivo se interese por producir trabajadores eficaces y obedientes, o el sistema político por tener súbditos que gocen de una vida material confortable y consuman; que actúen políticamente como las ovejas de un rebaño. Esos serían objetivos distintos, que es probable que interesan a algunos poderes fácticos.
Si optamos por fomentar la existencia de individuos felices, autónomos, responsables y pacíficos, hay que comenzar por emprender una serie de reformas y entre ellas cambiar la organización social de la escuela y modificar las relaciones sociales en su interior.
En segundo lugar, hay que cambiar los contenidos que se enseñan y, sobre todo, la manera de enseñar esos contenidos. En tercer lugar, hay que cambiar la vinculación de la escuela con el entorno en donde se encuentra; las relaciones de la escuela con la sociedad.
A continuación quiero hablar de estos tres puntos, situándome en la perspectiva utópica de hacia dónde deberíamos movernos, cuál sería nuestro horizonte, conscientes de que éste siempre se va alejando a medida que nos vamos acercando, siempre está más lejos, siempre tenemos que llegar más allá. No es algo que se vaya a producir mañana, pero propongo que es hacia donde debemos caminar.
Respecto a este primer punto, creo que es fundamental conseguir la participación de los alumnos y las alumnas en la gestión de los centros y de las aulas; es decir, no tienen que ser asistentes pasivos, sino que tienen que ir convirtiéndose en actores. Eso nos llevaría a propiciar el paso de la heteronomía a la autonomía, aspecto fundamental del desarrollo social.
Permítanme que me refiera una vez más a Durkheim, que en esa obra suya tan sugestiva, La educación moral, ya había señalado cómo el individuo, en la escuela, tiene que pasar de estar sometido a las normas que le dan los otros, de ser heterónomo, a estar regido por sus propias normas, que están en su conciencia, las normas que ha interiorizado.
Durkheim decía que, a través de la autoridad del profesor, el individuo va consiguiendo realizar ese paso de la heteronomía a la autonomía; resulta difícil entender cómo se produce esa transformación. Precisamente el libro de Piaget: El juicio moral en el niñoes un intento de mostrar cómo esa explicación es insuficiente: si el alumno está dependiendo de las normas que da el maestro, que para Durkheim es el representante de la sociedad en el interior del aula, ¿cómo podemos hacer que se haga autónomo cuando lo que está haciendo es seguir las normas que le da el profesor?
Piaget propuso que hay otra fuente de la moralidad, de la autonomía, que son las relaciones con los compañeros, con los pares, con los iguales. Entonces, la conjunción de esas normas que vienen de la sociedad, representada en la figura del profesor, y de las normas que hay que establecer en la convivencia con los que son iguales, esas normas que hay que llegar a negociar, y que Piaget estudió a través de los juegos, es lo que permitiría a los individuos caminar hacia la autonomía.
En una escuela como aquella a la que nos deberíamos dirigir, las decisiones sobre lo que se hace tienen que justificarse y discutirse entre todos, y no venir impuestas desde arriba. Naturalmente, el grado y la forma en que esto puede hacerse dependen de la edad de los alumnos.
Lo que parece claro es que resulta imposible preparar a los alumnos para la vida democrática, para convertirse en buenos ciudadanos y ser personas razonables, en una escuela en la que la autoridad está exclusivamente en manos del maestro, y los alumnos lo que tienen que hacer es seguir las normas y obedecer. La formación moral y la política tampoco pueden conseguirse sólo mediante la transmisión verbal; es necesario formarse en la participación.
Los maestros no pueden promover la autonomía cuando ellos no la tienen; cuando están constreñidos por horarios, programas, contenidos escolares, libros de texto, que vienen de arriba, y en los que ellos tienen una escasa participación. Por tanto, tenemos que promover también la autonomía de los profesores y de los centros educativos. Los sistemas educativos centralistas no pueden promover ni la autonomía ni la democracia.
En la escuela hay que dar una importancia grande al trabajo cooperativo y crear un clima de convivencia adecuado entre todos los implicados en la educación: los alumnos, los profesores, los padres, los directivos y la sociedad en general, y uno de los aspectos fundamentales de esta organización social es la atención que se presta a los conflictos que se producen en el interior de la escuela, la resolución de los conflictos.
Los conflictos constituyen un elemento consustancial e inevitable de la vida social. Siempre que hay dos personas hay conflictos: uno quiere hacer una cosa y otro quiere hacer otra. Uno desea lo que el otro está usando en ese momento… Cualquier convivencia supone la existencia de conflictos, y éstos no deben negarse porque están ahí y son inevitables; son como la gravedad, no podemos prescindir de la fuerza de la gravedad, aunque queramos.
Pero ¿qué es lo que sucede con los conflictos que cotidianamente se están produciendo en las escuelas?: el alumno que no atiende, el alumno que molesta a sus compañeros, el que le quita el lápiz al otro, el que se come la comida de su compañero, el que insulta, el que se comporta de forma violenta, el que le raya el coche al profesor, el que roba.
Todos esos son conflictos que se están produciendo cada día, y ¿qué es lo que sucede más habitualmente? Los profesores tenemos horror a los conflictos, y lo que procuramos es que éstos no aparezcan, que no se manifiesten, y actuamos de una manera autoritaria para tratar de que permanezcan ocultos. Un profesor considera que lleva bien su clase cuando hay orden, cuando los conflictos no se manifiestan, cuando todo parece una balsa de aceite.
Si los conflictos acompañan inexorablemente la vida social, que no afloren no quiere decir que no existan; a lo mejor no se manifiestan en ese momento, pero surgen en el recreo, a la salida de la escuela, en el momento en que no se está mirando hacia los alumnos. Sabemos desde hace muchos años, a través de los estudios sobre grupos, que los grupos autoritarios funcionan bien cuando la autoridad está presente, pero cuando desaparece se produce el caos; mientras que los grupos democráticos funcionan bien dentro de su propia dinámica.
Entonces, los profesores deberíamos prestar una mayor atención a esos conflictos que están ahí, sin tratar de ocultarlos, sino todo lo contrario: haciéndolos explícitos, convirtiéndolos en objeto de reflexión dentro de la propia clase, preguntándonos ¿por qué se ha producido esto?, ¿por qué un alumno se comporta de una determinada manera?, ¿por qué realiza actividades que podemos considerar antisociales, que dañan el funcionamiento del grupo y dificultan el trabajo de los otros?
Reflexionar sobre ello constituye una fuente de aprendizaje muy importante para convertirse en un buen ciudadano, porque los alumnos tienen que aprender a lo largo de su vida en la escuela a convivir con los demás y a resolver los conflictos mediante la negociación. Generalmente, cuando hay un conflicto no hay uno que tenga toda la razón y otro que no tenga ninguna, que es como tienden a ver el mundo los niños más pequeños, sino que puede haber partes de razón en cada una de las posiciones.
A los niños pequeños les gustan mucho los cuentos maravillosos, los cuentos de hadas, en los que hay personajes que son buenos, buenísimos, y personajes que son malos, malísimos; unos que tienen toda la razón y otros que no tienen ninguna, y de lo que se trata es de premiar a los buenos y castigar a los malos. El lobo en Caperucita Roja es malo, y Caperucita es buena. Entonces la solución de esa situación es que se elimine al lobo, que es tan malo, pero eso no es la vida real. En la vida real hay individuos que tienen una parte de razón, individuos que tienen otra parte de razón, aunque algunas de las razones puedan ser equivocadas, y lo que hay que hacer es mover las posiciones hasta encontrarse, hasta hallar un punto de encuentro. En eso debe consistir la vida social, y eso debería ser la política, aunque desgraciadamente tengamos que asistir de manera continua a intentos de resolver los conflictos mediante la violencia, cuyo peor ejemplo son las guerras.
Ser capaz de negociar requiere la capacidad de ponerse en la mente de la otra persona; intentar entender las razones del otro para llegar a ese compromiso, y eso es algo difícil, que exige un importante desarrollo cognitivo, por lo que los pequeños no lo van a conseguir de entrada, pero los mayores sí, si les preparamos para ello y les ayudamos a analizar las causas de sus conductas y motivaciones. Creo que este es uno de los caminos para combatir la intolerancia, y el fanatismo que consiste en creer que uno tiene toda la razón, toda la verdad, y los demás carecen de ella.
Los profesores estamos poco preparados para enfrentarnos con los conflictos que se producen entre y con nuestros alumnos, y por eso tratamos de esquivarlos. Aprender a lidiar con los conflictos es una práctica que escasamente es parte de la preparación de los profesores, pero que resulta fundamental para la formación de nuestros alumnos. El análisis de los conflictos y su resolución de forma racional tiene un valor innegable para promover el desarrollo moral.
El siguiente aspecto que tiene que cambiar es el de los contenidos escolares, lo que se enseña y lo que se aprende en la escuela. Los contenidos escolares deberían tener como objeto primordial la vida en su conjunto, y se debería tratar de todo lo que afecta a los individuos.
Al enseñar hay que partir de las necesidades y de los intereses de los alumnos, y crear primero la necesidad de saber y luego transmitir el conocimiento. Tenemos que fomentar la pasión por conocer, la curiosidad, que todos los niños y niñas manifiestan en algún momento de su vida, y que la escuela termina por apagar.
Nosotros, como adultos instruidos, tenemos una idea de las ciencias, de las disciplinas que están constituidas: las matemáticas, la física, la geografía, la historia, etcétera, y esas disciplinas tienen un cuerpo bien establecido de conocimientos, pero las ciencias son el producto de un larguísimo proceso que ha seguido la humanidad y han servido para resolver problemas. Muchas ciencias tienen un origen práctico, han servido para resolver problemas prácticos en su origen y poco a poco se ha ido elaborando un cuerpo teórico, que ya se desarrolla por sí mismo. Sin embargo, en la enseñanza escolar en general tratamos de transmitir a nuestros alumnos el cuerpo teórico y las soluciones a los problemas, sin haber partido primero de los problemas concretos a los que se trata de encontrar solución.
¿Y eso a qué conduce? Conduce a que los alumnos vean el conocimiento como algo muerto, como algo inerte, que no sirve para nada práctico, cuya utilidad y cuyas aplicaciones no están claras. La única cosa para la que entienden que puede servir aprender esas cosas difícilmente comprensibles es para seguir en la escuela, para pasar de año, para aprobar los exámenes, para que el profesor o los padres estén contentos, pero no ven ninguna relación con resolver problemas de la vida cotidiana. Por eso creo que habría que partir mucho más de problemas y desde esos problemas llevar a los alumnos hacía la teoría.
Habría que hablar, además, de los problemas que afectan a las gentes, los problemas de la vida, de las relaciones humanas, de la televisión, del deporte, de la vida política y social, y todas estas cosas y convertirlas en temas de reflexión y de análisis, y eso es lo que la escuela tiene que enseñar fundamentalmente: a analizar los problemas.
Hay que aprender a ver la ciencia y la cultura no como una acumulación de conocimientos, sino como una actitud. La actitud de interrogar a la naturaleza, de interrogar a la sociedad, y de buscar explicaciones que den cuenta del cómo y del porqué; esa actitud de investigación que va unida al nacimiento de la ciencia moderna, a partir de Galileo, de Newton, desde el siglo XVII.
Hoy, la cantidad de conocimientos acumulados es en verdad abrumadora. Es imposible recordar todos los conocimientos y tampoco es útil, porque los conocimientos están por todas partes, están en las enciclopedias, en internet. Lo importante es saber buscarlos, saber usarlos, darles un sentido, poder utilizarlos. Eso es lo que resulta más importante, y entonces hay que transmitir la idea de que la ciencia y el conocimiento sirven para resolver problemas, para mejorar la vida y para encontrarle un sentido, y los contenidos de las ciencias sociales, de la geografía, de la historia, que son los que más relación tienen con esta formación ciudadana, con esta educación democrática, de la que tanto se habla y tan poco se practica, son especialmente inadecuados.
Una educación democrática tiene que estar relacionada necesariamente con unos contenidos educativos determinados, y también, sobre todo, con una forma de funcionamiento de las instituciones escolares, porque la democracia no es un conjunto de conocimientos, sino que es ante todo una práctica.
Muchas veces, los contenidos relacionados con la democracia, y en general con el funcionamiento de las formas políticas, aparecen en las disciplinas referentes a las ciencias sociales, pero esto sólo resulta insuficiente. Las ideas que voy a tratar de desarrollar de una manera muy sucinta y, por tanto, con pocos matices, son que la enseñanza actual de las ciencias sociales es inadecuada y no prepara de modo conveniente para participar en una sociedad democrática. La participación en una sociedad democrática como miembro responsable exige que se produzcan cambios y renovaciones en la organización de la escuela, así como modificar la función de los profesores.
Además, si examinamos el contenido de los programas de ciencias sociales nos damos cuenta de hasta qué punto están desfasados respecto a la idea de preparar para democracia. Aunque en cada país la enseñanza de las ciencias sociales presenta orientaciones diferentes, suelen tener en común esa falta de adecuación.
Si queremos que las ciencias sociales constituyan una preparación para la democracia no pueden consistir simplemente en una enumeración de hechos que permanezca muy alejada de la vida de los sujetos que las estudien. Lo que sucede en la actualidad es que esos contenidos son difíciles de conectar con la vida de cada uno.
La orientación predominante hacia la historia y la geografía no me parece la única posible, ni la más adecuada. Sabemos que los niños de los primeros cursos tienen dificultades para entender la historia. Numerosas investigaciones (Carretero, 2012) muestran que entender el tiempo histórico resulta algo muy complicado, y que sólo se empiezan a entender los procesos diacrónicos a partir de los once años aproximadamente, y que una comprensión más adecuada y científica de la historia no se logra antes de los trece o catorce años.
Desde hace más de cuarenta años, estamos estudiando cómo los niños y los adolescentes forman sus ideas, representaciones o modelos acerca de cómo funciona el mundo social. Lo que hemos encontrado es que los niños tienen un conjunto de ideas muy ricas acerca de la realidad que los rodea, ideas personales y que no coinciden con las de los adultos (por ejemplo, Delval, 1989, 1994; Delval y Padilla, 1999; Delval, 2007), sobre las que debería apoyarse en la enseñanza de las ciencias sociales.
En efecto, los contenidos de las disciplinas sociales se presentan como asuntos básicamente memorísticos, en las que hay que recordar la división de poderes, la división administrativa del estado, los sectores de la producción, la distribución de la población, nombres de países y capitales, fechas y personajes históricos, datos y hechos que no son significativos si no se pueden utilizar, si no se relacionan con la experiencia cotidiana. Por eso, me parece que uno de los puntos de partida para entender la sociedad y establecer una educación democrática sería reflexionar sobre el propio funcionamiento de la escuela.
La escuela es una institución social, como otras muchas en las que participamos, una institución que tiene todas las características de otras instituciones sociales y en la que el niño está inserto, donde está viviendo y pasa un buen número de horas. Además, en ella se plantean los mismos problemas, conflictos semejantes a los que existen en otras instituciones sociales.
¿Por qué empezar a hablarles de la Constitución y no comenzar por enseñarles a analizar el funcionamiento de la propia escuela, reflexionar sobre lo que pasa en ella? Decíamos que en la escuela se plantean fenómenos semejantes a los que existen en las instituciones políticas: hay que establecer una serie de normas de funcionamiento, que sería lo que correspondería al poder legislativo; hay que tomar decisiones, lo que corresponde a la tarea del poder ejecutivo y hay conflictos, violaciones de las normas y, entonces, hay que recurrir a sanciones, es necesario un arbitraje, que sería lo que correspondería al poder judicial.
Los alumnos pueden constituir un cuerpo legislativo que crea normas, establece las reglas que deben regir muchos aspectos del funcionamiento en el interior de la clase. Sin embargo, esas normas hay que ejecutarlas y las puede ejecutar el profesor en función de máximo jefe del poder ejecutivo o un grupo de alumnos elegidos para ello. Además, se producen conflictos y la violación de las normas, que tiene que ser sancionada de alguna manera y ahí también los alumnos pueden participar, en función de poder judicial. Como decíamos, las violaciones de las normas pueden constituir un objeto de debate dentro de la clase, o dentro de la escuela y, reflexionando sobre esto, los alumnos entenderán mucho más fácilmente los problemas de la organización de una sociedad.
Sin duda, cuando estos problemas se trasladan a instancias más amplias de la sociedad resultan más difíciles de entender. Por ello, los alumnos pequeños piensan que en realidad no hace falta ninguna división de poderes, porque el presidente es el más bueno, es el más sabio, es el que dispone de todos los recursos; todo lo demás sobra, él hace las leyes, él las aplica, él castiga y no sería necesario el establecimiento de esas distintas opciones; eso es lo que piensan los niños pequeños.
Cuando los problemas se relacionan con su propia experiencia, con su propio funcionamiento en el interior de la escuela, entonces pueden ver esos asuntos de una manera distinta y más realista y, a partir de esa experiencia, tendrá mucho más sentido enseñarles sobre el funcionamiento político, sobre la historia, ver cómo han ido cambiando las formas de gobierno, de dominación en la historia, etcétera.
El tercer aspecto que tendría que cambiar en las escuelas democráticas se refiere a las relaciones entre la escuela y la comunidad. Aquí también nos podemos plantear un horizonte utópico que muchas veces ya se ha empezado a realizar y sobre el que existen numerosas experiencias positivas realizadas en escuelas, pues hay centros que funcionan de modo parecido a lo que voy a mencionar. Se trataría de generalizarlo; disponemos de experiencias muy interesantes sobre el funcionamiento de las escuelas, pero siempre están reducidas a una escuela, en algún sitio y nunca se han generalizado, nunca se extendieron esas reformas, esos cambios educativos, a la totalidad del sistema.
Hemos de tomar conciencia de que la escuela ha venido siendo un centro replegado sobre sí mismo, en el que se mantiene a los niños para evitar que salgan fuera. Con actividades que se refieren a la propia escuela se proporciona un saber intemporal que los alumnos tienen la impresión de que siempre ha existido, pero cuya utilización en la vida práctica es muy limitada. Mientras que los problemas de los que se habla cada día, los intereses de los alumnos, apenas tienen cabida, no son parte de los contenidos escolares.
Esto es algo que tendríamos que modificar para que la escuela se convierta en un centro de cultura, de conocimiento, en un lugar de intercambio, en un centro social abierto a toda la comunidad en que está inserta. Deberíamos tener escuelas mucho más vinculadas al entorno en donde están situadas, con los habitantes que viven alrededor de ellas, de tal manera que la escuela no fuera un espacio restringido a los niños, sino que estuviera abierto también a los adultos.
En muchos países, las escuelas están abiertas sólo unas pocas horas al día y disponen de instalaciones excelentes, tienen bibliotecas, talleres que no se utilizan más que durante muy poco tiempo, que podrían estar abiertas, en las horas que no se utilizan, no sólo a los niños, sino a todos los adultos que lo deseen que son parte de la comunidad, para que pudieran asistir los jóvenes y cualquier otro miembro de la comunidad. Esto tiene especial sentido cuando hablamos cada vez más de una formación continua, de que ésta se tiene que prolongar durante la vida entera. En este mundo cambiante no se acaba la formación a los quince años, a los dieciocho años, o incluso cuando se termina una licenciatura en la universidad, sino que tenemos que seguir aprendiendo sin intermisión.
Habría, pues, que tratar de vincular con la escuela a los adultos del entorno para que vengan a aprender, y también para que vengan a enseñar, a contar sus propias experiencias, cómo realizan su trabajo, cuáles son los obstáculos que encuentran en su actividad; en charlas, en sesiones que podamos organizar para contárselas a los niños. A todo el mundo le gusta hablar de lo que hace y con la ayuda de un profesor, que puede estar encargado sólo de esas actividades, se pueden preparar esas exposiciones para contar en que consisten las distintas profesiones, los distintos trabajos, las distintas experiencias.
Hay que contribuir, igualmente, a la formación de los padres, a los que muchas veces los profesores ven como problemáticos, porque interfieren o no entienden bien la dinámica escolar. Bastantes padres no recibieron ninguna formación, o una muy corta, y dado que la vida y las relaciones con los hijos han cambiado tanto en tan poco tiempo, se les puede hablar respecto al aprendizaje, al desarrollo de sus hijos, a las necesidades de éstos, a sus modos de entender las cosas. Con frecuencia, cuando se llama a los padres a las escuelas, es simplemente para explicarles lo que se va a hacer a lo largo del curso y nada más, sin ofrecerles ningún otro tipo de participación, o para darles quejas acerca de su hijo/a. Por ello, resultan cada vez más necesarias las escuelas para padres.
Se debería constituir la escuela como un foro de discusión ciudadana, un lugar de encuentros, que ofrece talleres que pueden ser utilizados durante algunas horas por jóvenes o adultos, una biblioteca también abierta, unas instalaciones deportivas que podrían ser también usadas por todos.
Por supuesto, también hay que sacar a los alumnos, en la medida de lo posible, fuera de la escuela para que, como ya se hace en muchas, visiten instituciones, fábricas, museos, y entren en contacto sistemáticamente, guiados por el profesor, con la vida social. En definitiva, hay que traer la sociedad hacia la escuela y llevar la escuela hacia la sociedad. Estos tres serían, hablando en términos muy generales, los cambios necesarios en la escuela. Ahora diré unas palabras sobre el papel del profesor.
¿Cuál debería ser el papel del maestro en estas instituciones escolares hacia las que deberíamos encaminarnos? El profesor es una pieza central en el funcionamiento de la escuela, y si no cambia la función de los profesores, no habrá ningún cambio educativo ni será posible ninguna reforma educativa.
Todas las reformas educativas creo que fracasan porque se hacen leyes, se hacen reglamentos, se hacen libros de texto, pero parece olvidarse que es el profesor el que tiene que administrar todo eso, y si el profesor continúa desarrollando la misma práctica durante toda su vida, entonces no habrá cambios que vayan al fondo del problema, sino que adaptará las nuevas normas a su propia práctica, y seguirá con sus rutinas.
Para empezar, el profesor debe tener una conciencia clara de que él no enseña, porque hablando con rigor es una ilusión pensar que estamos enseñando. Los profesores ponemos las condiciones para que nuestros alumnos aprendan mediante su propia actividad; sabemos que el conocimiento tiene que ser construido por el propio sujeto, tiene que asimilarlo y acomodarse a él. Entonces, el profesor lo que tiene que hacer es facilitar, crear las situaciones en las cuales el alumno aprenda a partir de su propia práctica, de su propia actividad.
La función del profesor es extraordinariamente difícil. Los profesores deberían ser de los profesionales mejor pagados en la sociedad, porque es una de las tareas más difíciles. Además, hay que proporcionarles los medios para realizarla. Muchas veces, los profesores desean cambiar su práctica, pero no disponen de instrumentos, de conocimientos o de los medios para poder hacerlo.
El profesor tiene que ser un modelo, porque muestra cómo hay que pensar y cómo hay que comportarse; un modelo que sus alumnos puedan imitar. Tiene que ser un árbitro que aplica las normas ayudado por los alumnos y que va poco a poco transfiriendo su autoridad a la autoridad del colectivo; es decir, la función del profesor es, a lo largo del desarrollo de los alumnos, de su escolaridad en la escuela, renunciar a su autoridad para transferirla al grupo. En eso consiste la democracia, en un gobierno en el que todos están participando, no en el que hay uno que es el que decide lo que hay que hacer.
Además, el profesor tiene que ser un animador social en el sentido de que crea situaciones de aprendizaje, impulsa la realización de esas actividades, las pone en marcha e incita a que los alumnos las desarrollen, las lleven adelante, y les ayuda y orienta en las dificultades.
Tenemos que promover entonces la autonomía en todos sus aspectos, en los Estados, en los centros de enseñanza, en los profesores, y prioritariamente en los alumnos. La autonomía tiene que ir unida a la responsabilidad, de tal manera que los diferentes actores, administradores, inspectores, directores, profesores y alumnos tengan que rendir cuentas de lo que hacen y asumir las consecuencias. El que no desempeña bien sus funciones tiene que ser responsable de ello y atenerse a que se tomen medidas respecto a las deficiencias en su trabajo.
Para terminar quiero mencionar, aunque sea de forma breve, los principales obstáculos que encontramos en este camino hacia esta escuela democrática, y que prepare para vivir en una sociedad democrática. Como decía, la escuela es una institución muy enraizada en la sociedad, por lo que las relaciones entre la escuela y la sociedad son relaciones muy estrechas; muchas veces se ha señalado que cada sociedad tiene la escuela que le corresponde, y que no es posible que exista un divorcio entre una y otra.
A una sociedad autoritaria le corresponderá una escuela autoritaria, y sería difícil cambiar la sociedad empezando por cambiar la escuela. No es la escuela el lugar desde el que podamos cambiar la sociedad, aunque a la larga puede contribuir a ello. Se pueden promover modificaciones, hay cambios que se pueden introducir, y que facilitarán que en el futuro la sociedad cambie, pero la escuela es una parte de la sociedad y, por tanto, dependiente de ella.
No se pueden provocar grandes cambios si la escuela tiene que desenvolverse en un medio social en el que predominan valores contrarios a los que promueve. Podemos estar predicando determinado tipo de valores, pero si los que prevalecen en la sociedad son contrarios, apenas conseguiremos modificar esos valores en nuestros alumnos.
Hablando en términos generales, ¿cuales son los obstáculos que se oponen a que tengamos una escuela en verdad democrática?
Lo primero son las propias deficiencias del sistema democrático. La democracia, lo sabemos, no es un estado en que se encuentre una sociedad, sino que es un camino, un proceso y no podemos decir que ninguna sociedad sea perfectamente democrática. No. Hay sociedades más democráticas que otras, menos democráticas, o nada democráticas, y siempre nos tenemos que ir moviendo hacia un ideal. La democracia es algo que tiene que estarse perfeccionando. Nunca encontraremos una sociedad que sea perfectamente democrática, como nunca encontraremos el Estado perfecto, ni una ciencia que lo explique todo. Pero ¿cuáles son las sociedades que son más democráticas? Esas sociedades en las que los ciudadanos participan y deciden, pero participan no sólo mediante las votaciones, que sólo constituyen un acto ritual, ya que no basta con elegir a los gobernantes si luego no tenemos formas de controlar a esos gobernantes.
En el siglo XVI y XVII se escribían libros sobre la “educación de los príncipes”, la educación de los gobernantes. Hace algún tiempo, en una conferencia escuchaba decir al filósofo Fernando Savater que para cambiar la educación tenemos que dar una educación de príncipes a todos los ciudadanos, lo que me parece una hermosa forma de expresar la idea de que para ser libres todos tenemos que ser gobernantes. Ésa sería una sociedad en la cual estaríamos más próximos a la democracia.
La democracia es, pues, una forma de funcionamiento, y una dirección en la que tenemos que movernos, pero encontramos con frecuencia en muchos países, creo que desgraciadamente en casi todos, sino en todos, que los gobernantes se preocupan más por mantenerse en el poder que por las cosas que puedan realizarse a través de disponer de ese poder. Entonces, mejorar el sistema democrático participando todos en ello es algo necesario, y las deficiencias en el sistema democrático son dificultades para tener una escuela democrática.
El segundo punto que me gustaría mencionar es la independencia que existe ahora en el poder económico, porque en las sociedades que se dicen democráticas elegimos a nuestros gobernantes, y podemos no elegirlos, pero al poder económico no lo elegimos, es un poder completamente oculto; es decir, las grandes empresas transnacionales no están bajo el control de los ciudadanos; puede haber algunas leyes que limiten ciertas formas de funcionamiento, pero en definitiva funcionan de una manera muy poco regulada, y al margen de ese funcionamiento democrático. Tienen un enorme poder y creo que cada vez más, y el neoliberalismo propugna en definitiva por que las empresas funcionen sin estar sometidas a reglas, sin estar sometidas al poder político, que sería el democrático. Como señala un autor que se ha ocupado mucho de la democracia, el tratadista italiano Norberto Bobbio, la democracia no depende fundamentalmente de cuántos votan, sino de dónde se vota, es decir, en qué tipo de ámbitos sociales existe un control por parte de los ciudadanos. Se trata de que la democracia llegue no sólo a las instituciones políticas, sino al funcionamiento económico, a las escuelas, a los sindicatos, a las asociaciones, a los clubes de futbol. La democracia sólo existirá cuando se extienda a todos los lugares, cuando los ciudadanos participen en la toma de decisiones, y en el control de lo que se hace en todos los lugares.
Los medios de comunicación, creo que hay mencionarlos, y merecerían que les dedicáramos mucho más espacio, porque constituyen, sobre todo la televisión, en este momento uno de los obstáculos graves para el funcionamiento democrático. ¿Por qué digo esto? Porque muchas veces se afirma que la escuela es una institución que transmite conocimientos y valores. ¿Qué hacen los medios de comunicación? Igualmente transmiten conocimientos y valores, o por lo menos informaciones, pero lo hacen de una manera mucho más eficaz que las escuelas, porque resulta mucho más divertido; es decir, si le damos a elegir a un chico entre ir a la escuela o ver la televisión, hay pocas dudas de que se quedará viendo la televisión, y no irá a la escuela. La diferencia esencial es que la televisión no facilita el reflexionar sobre lo que se está haciendo, el pensamiento reflexivo; más bien lo inhibe, y ésa es la tarea que tiene que realizar la escuela.
Además, la televisión presenta personajes que son modelos de lo opuesto al trabajo escolar. Casi todas las personas que aparecen en ella no son individuos que están ahí porque son muy sabios, han realizado una larga escolaridad y han tenido muchos éxitos en ese terreno, sino que suele suceder lo contrario: son personas que han triunfado rápidamente en el deporte, en la canción, son artistas, son famosos, incluso cuando hablan los políticos tampoco se señala que son sus triunfos escolares o su formación la que les ha llevado ahí.
Siguiendo esos modelos, los jóvenes lo que quieren es ser famosos, aparecer en los medios de comunicación. Los muchachos y muchachas se plantean: ¿para qué estudio, si realmente lo que yo quería hacer no lo voy a conseguir a través de la escuela, sino de otros medios? Desde muchos puntos de vista, la televisión, y más en general los medios de comunicación, también la radio, los periódicos, etcétera, aunque en una medida mucho menor, están ejerciendo una influencia importantísima contraria a la escuela. Por eso ésta no debería ignorarlos, en contra de lo que sucede ahora, pues la escuela en este momento funciona como si no existiera ese competidor relevante. Si concebimos que la escuela debe ser un laboratorio en el que se aprende a analizar el mundo, uno de sus objetivos debería ser ayudar a desentrañar las características de los mensajes televisivos, a deconstruir la televisión. En todo caso, parece significativo que los alumnos analicen en las escuelas los programas de televisión, realicen programas de diverso tipo, noticiarios, etcétera. En este momento cada vez son más accesibles las cámaras de video y se pueden utilizar en el interior de las escuelas. Todo esto es algo que debería quedar incorporado al trabajo en los centros educativos.
Quiero finalmente mencionar dos obstáculos más para el pensamiento autónomo, aunque a primera vista puedan no parecerlo: uno el nacionalismo y otro el deporte como espectáculo.
El nacionalismo puede tener elementos positivos, pero también entraña muchos peligros, porque es un arma manipulada desde el poder. Se utiliza el sentimiento nacional de la gente para el beneficio de unos pocos, y hemos visto por desgracia cómo los movimientos de liberación que se produjeron sobre todo en África en los años sesenta y setenta no han llevado a que esas sociedades se hayan hecho más prosperas y democráticas, sino simplemente a que cambien los que están en el poder, al que llegaron apoyándose en el nacionalismo.
En la escuela, hay que desarrollar ante todo el sentimiento de pertenencia a la humanidad y no fomentar la existencia de los antagonismos con otros países, cosa que está en el origen de las guerras. Promover el sentimiento de que todos formamos parte de una misma especie y del mismo género humano, creo que es algo muy importante, pero el nacionalismo, como toda mala hierba, se desarrolla por sí solo, sin necesidad de cuidados especiales. Fomentarlo se opone al establecimiento de una escuela en verdad democrática.
Por último, menciono el deporte, lo que también puede resultar chocante. El deporte es una actividad muy beneficiosa, que contribuye al desarrollo físico, y que puede tener también unos efectos significativos en la formación moral. Sin embargo, al mismo tiempo, el deporte como espectáculo ha pasado a convertirse en una forma de fanatismo que muchas veces se fomenta y que da lugar a conflictos sociales, incluso a crímenes, y la violencia en el deporte es un asunto preocupante. Para muchos produce una identificación apasionada y poco reflexiva, como el nacionalismo, que puede llevar al fanatismo, y al odio al diferente. Naturalmente, no estoy hablando del deporte como una práctica saludable, sino del deporte como un negocio que maneja enormes cantidades de dinero, que se mueve por unos intereses económicos gigantescos y con frecuencia oscuros (pensemos, sobre todo, en los grandes clubes de futbol).
Para terminar, quiero decir que tenemos una tarea muy grande por delante, pero que ya disponemos de muchas experiencias muy valiosas, que muestran caminos por los que es posible transitar. Muchas de las cosas de las que estamos hablando se han experimentado y son prácticas que funcionan. Desde principios del siglo XX, con la escuela nueva, la escuela moderna, la escuela activa se introdujeron cambios fructíferos en los centros escolares, pero cambios que sólo se han aplicado parcialmente y, por desgracia, no se han generalizado.
Hemos de tener presente que los cambios que precisamos son globales, es decir, tienen que afectar a muchas cosas al mismo tiempo; no podemos limitarnos sólo a un aspecto, sobre todo debemos tener claro que los cambios educativos no son puramente cambios técnicos; no se trata de cambiar un poquito los programas, de cambiar un poquito las formas de enseñanza, sino que tenemos que referirnos a todo el conjunto de lo que supone la escuela que, como una institución social, es algo muy complejo, con unos participantes, con unas relaciones, con unos objetivos, y que sirve a unos intereses. Todo eso forma una red en la que, en el momento en que se nos rompe uno de los nudos, se nos puede empezar a desmoronar toda entera.
Tenemos necesariamente que trabajar desde distintas perspectivas. En definitiva, creo que es una gran tarea con la que nos enfrentamos los educadores, pero vale la pena empeñarse en ella. Conviene que seamos optimistas, porque aunque la tarea sea enorme y vayamos más despacio de lo que desearíamos, continuamos avanzando.
FUENTE: La escuela para el siglo XXI. Sinéctica, 40 (enero - junio 2013). Recuperado de: http://www.sinectica.iteso.mx/?seccion=articulo&lang=es&id=...
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