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El corazón humano está tironeado por dos tendencias. Una es ascendente, la otra, descendente. Aquella nos impulsa a la excelencia; esta, al adocenamiento. Una, a la distinción; otra, a la vulgaridad. Ortega señaló, en los años veinte del pasado siglo, el peligro de una epidemia de vulgaridad. En este momento, parece otearse un recrudecimiento de esta enfermedad, como señalaba hace unas semanas Josep Playà

en un artículo titulado “El poder de lo vulgar”, publicado en LA VANGUARDIA.

La palabra “vulgaridad” procede de “vulgus”, que significa pueblo, pero, al

contrario que el término “popular”, ha adquirido un significado peyorativo. Algo

parecido le ha sucedido al término “ordinariez”, que significaba “lo que es común” y ha

acabado significando grosería o zafiedad. Una primera manifestación de vulgaridad es

el rechazo de las normas de urbanidad, que han sido establecidas para amortiguar las

asperezas de la convivencia. Otro tipo de vulgaridad más grave es la sentimental. La

padecen aquellas personas carentes de refinamiento, que sólo entienden sentimientos

muy toscos. Estos dos tipos de vulgaridad, sin duda desagradables, pueden tener su

origen en una falta de educación. Lo malo es cuando se vuelven altaneras e intentan

justificarse. Entonces dejan de ser simplemente molestas, para convertirse en un

peligro.

Hay un modo de vida noble y un modo de vida vulgar. El noble reconoce la

excelencia, la admira e intenta realizarla. El vulgar no cree que exista esa excelencia,

no admira a nada ni a nadie, piensa que todos somos iguales en todo, y está muy

contento de ser como es. El noble, decía Ortega, se exige siempre más. El vulgar, en

cambio, puede decir una frase que es el compendio de la vulgaridad: “No me

arrepiento de nada”. Esta vulgaridad ensoberbecida es la que me parece peligrosa,

porque con frecuencia se alardea de ella como si fuera el ideal democrático. Es verdad

que la democracia se basa en la igualdad de las personas, pero sólo respecto de sus

derechos fundamentales. En todo lo demás, una democracia rigurosa debe ensalzar la

calidad, el mérito, el esfuerzo, la generosidad, la distinción.

Hay dos ideas de la democracia, que derivan de dos tradiciones, la inglesa y la

francesa. La revolución francesa consideró que había que abolir la aristocracia, porque


todos somos pueblo. La inglesa consideraba que todos somos aristócratas, y

debíamos ser tratados como tales y comportarnos como tales. Esta me parece la

democracia valiosa, que es un modo noble y exigente de vida. ¿No se basa acaso en

la dignidad de todos los seres humanos? “Dignidad” era un título de nobleza, que

confería derechos y exigía un comportamiento adecuado. La gran creación ética fue

reconocérsela a todos los humanos. La dignidad es lo contrario de la vulgaridad,

porque es reconocimiento y reclamación de calidad. Los sentimientos adecuados a

ella son el respeto y la admiración. Respeto por todos, y admiración por los mejores,

por los “aristós”, decían los griegos. La admiración es el sentimiento con el que

reconocemos la grandeza. Una sociedad que no admira, o que admira mal, es decir, a

personas que no lo merecen, sufre un encanallamiento que empequeñece su vida.

Esta es la vulgaridad que me preocupa.

Fuente.



Artículo publicado originalmente en LA VANGUARDIA

www.lanuevafrontera.aprenderapensar.net

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Comentario de hilda muñoz el abril 3, 2011 a las 9:55pm
GENIAL!!! MUY INTERESANTE!!!

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