excelencia (2)

LA VULGARIDAD Por José Antonio Marina

user-38-96.pngEl corazón humano está tironeado por dos tendencias. Una es ascendente, la otra, descendente. Aquella nos impulsa a la excelencia; esta, al adocenamiento. Una, a la distinción; otra, a la vulgaridad. Ortega señaló, en los años veinte del pasado siglo, el peligro de una epidemia de vulgaridad. En este momento, parece otearse un recrudecimiento de esta enfermedad, como señalaba hace unas semanas Josep Playà

en un artículo titulado “El poder de lo vulgar”, publicado en LA VANGUARDIA.

La palabra “vulgaridad” procede de “vulgus”, que significa pueblo, pero, al

contrario que el término “popular”, ha adquirido un significado peyorativo. Algo

parecido le ha sucedido al término “ordinariez”, que significaba “lo que es común” y ha

acabado significando grosería o zafiedad. Una primera manifestación de vulgaridad es

el rechazo de las normas de urbanidad, que han sido establecidas para amortiguar las

asperezas de la convivencia. Otro tipo de vulgaridad más grave es la sentimental. La

padecen aquellas personas carentes de refinamiento, que sólo entienden sentimientos

muy toscos. Estos dos tipos de vulgaridad, sin duda desagradables, pueden tener su

origen en una falta de educación. Lo malo es cuando se vuelven altaneras e intentan

justificarse. Entonces dejan de ser simplemente molestas, para convertirse en un

peligro.

Hay un modo de vida noble y un modo de vida vulgar. El noble reconoce la

excelencia, la admira e intenta realizarla. El vulgar no cree que exista esa excelencia,

no admira a nada ni a nadie, piensa que todos somos iguales en todo, y está muy

contento de ser como es. El noble, decía Ortega, se exige siempre más. El vulgar, en

cambio, puede decir una frase que es el compendio de la vulgaridad: “No me

arrepiento de nada”. Esta vulgaridad ensoberbecida es la que me parece peligrosa,

porque con frecuencia se alardea de ella como si fuera el ideal democrático. Es verdad

que la democracia se basa en la igualdad de las personas, pero sólo respecto de sus

derechos fundamentales. En todo lo demás, una democracia rigurosa debe ensalzar la

calidad, el mérito, el esfuerzo, la generosidad, la distinción.

Hay dos ideas de la democracia, que derivan de dos tradiciones, la inglesa y la

francesa. La revolución francesa consideró que había que abolir la aristocracia, porque

todos somos pueblo. La inglesa consideraba que todos somos aristócratas, y

debíamos ser tratados como tales y comportarnos como tales. Esta me parece la

democracia valiosa, que es un modo noble y exigente de vida. ¿No se basa acaso en

la dignidad de todos los seres humanos? “Dignidad” era un título de nobleza, que

confería derechos y exigía un comportamiento adecuado. La gran creación ética fue

reconocérsela a todos los humanos. La dignidad es lo contrario de la vulgaridad,

porque es reconocimiento y reclamación de calidad. Los sentimientos adecuados a

ella son el respeto y la admiración. Respeto por todos, y admiración por los mejores,

por los “aristós”, decían los griegos. La admiración es el sentimiento con el que

reconocemos la grandeza. Una sociedad que no admira, o que admira mal, es decir, a

personas que no lo merecen, sufre un encanallamiento que empequeñece su vida.

Esta es la vulgaridad que me preocupa.

Fuente.



Artículo publicado originalmente en LA VANGUARDIA

www.lanuevafrontera.aprenderapensar.net
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LA GRANDEZA por José Antonio Marina

user-38-96.pngPara tener una idea clara de la educación, leo muchos libros y procuro

moverme en contextos que, en principio, parece que nada tienen que ver con la educación. Lo hago porque temo que los docentes podamos caer en una especie de autismo funcional, y nos desconectemos de parte de la realidad. Desde hace años, investigo sobre lo que llamo “inteligencia de las organizaciones”, es decir, sobre aquellos fenómenos –ascendentes o descendentes- que emergen de la interacción de inteligencias individuales. Comencé a hacerlo porque me interesaban dos problemas: las relaciones de pareja, y el funcionamiento de los centros escolares. En ambos casos, personas tal vez muy inteligentes, pueden mantener relaciones empequeñecedoras. Mis investigaciones interesaron poco al mundo educativo, pero, en cambio, interesaron mucho al mundo de la empresa, muy preocupada por convertir sus negocios en “organizaciones inteligentes”, por lo que tengo relación con el gremio de los expertos en management. ¿Tienen algo que enseñarme como profesor?

 

Uno de los gurús del management más conocido es Stephen Covey, desde que publicó en 1989 un libro titulado Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, del que se han vendido 20 millones de ejemplares. Aunque estaba dirigido al mundo de la empresa, más de medio millón de educadores americanos se han formado con él.

 

Recientemente Covey ha publicado otro libro dedicado a los colegios que educan bien en muchos países: El líder interior. “En estos colegios –escribe- está sucediendo algo que considero más importante que cualquiera de sus resultados académicos. Los alumnos que estudian en ellos salen dotados con una especie de grandeza”. De hecho, el subtítulo del libro es “Cómo transmitir e inspirar los valores que conducen a la grandeza”. En el hall de uno de estos centros de primaria está escrito: “We honor The Greatness In You”. A nosotros, hijos de una cultura vieja y desconfiada, esto nos parece ingenuo, superficial y rozando lo ridículo. ¿Estamos seguros de que lo es?

 

Todos conocemos el efecto Pygmalión, la influencia que ejercen en nuestros alumnos las expectativas que tenemos sobre ellos. Y si pensamos que son vulgares, hay muchas posibilidades de que acaben siéndolo. ¿Por qué nos da vergüenza hablar de grandeza, cuando todos desearíamos vivir una vida noble, que nos liberara de la insignificancia, es decir, de la falta de significado de lo que hacemos? William Damon, uno de los más reputados psicólogos del desarrollo, director del Centro de estudios sobre adolescencia, de la Universidad de Stanford, en su libro Greater Expectations estudia la importancia de proponer y exigir a nuestros alumnos más altas expectativas, formas de vida excelentes. Es cierto que estamos anegados por una epidemia de vulgaridad. Pero los educadores no podemos olvidar que hay un modo de vida noble y un modo de vida vulgar. El noble reconoce la excelencia, la admira e intenta realizarla.

El vulgar no cree que exista esa excelencia, no admira a nada ni a nadie, piensa que todos somos iguales en todo, y está muy contento de ser como es. El noble, decía Ortega, se exige siempre más. El vulgar, en cambio, puede decir una frase que es el compendio de la vulgaridad: “No me arrepiento de nada”. Esta vulgaridad ensoberbecida me parece peligrosa, porque con frecuencia se alardea de ella como si fuera el ideal democrático. Es verdad que la democracia se basa en la igualdad de las personas, pero sólo respecto de sus derechos fundamentales. En todo lo demás, una democracia rigurosa debe ensalzar la calidad, el mérito, el esfuerzo, la generosidad, la distinción.

 

Hay dos ideas de la democracia, que derivan de dos tradiciones, la inglesa y la francesa. La revolución francesa consideró que había que abolir la aristocracia, porque todos somos pueblo. La inglesa consideraba que todos somos aristócratas, y debíamos ser tratado como tales y comportarnos como tales. Esta me parece la democracia valiosa, que es un modo noble y exigente de vida. ¿No se basa acaso en la dignidad de todos los seres humanos?

 

“Dignidad” era un título de nobleza, que confería derechos y exigía un comportamiento adecuado. La gran creación ética fue reconocérsela a todos los humanos. La dignidad es lo contrario de la vulgaridad, porque es reconocimiento y reclamación de calidad. Los sentimientos adecuados a ella son el respeto y la admiración. Respeto por todos, y admiración por los mejores, por los “aristós”, decían los griegos. La admiración es el sentimiento con el que reconocemos la grandeza. Una sociedad que no admira, o que admira mal, es decir, a personas que no lo merecen, sufre un encanallamiento que empequeñece su vida.

 

La educación debe ser el dique contra la vulgaridad, pero para conseguirlo, los docentes debemos creer en la grandeza, en la nobleza, en la excelencia, en la bondad como forma de vida.

Aunque, como dijo Machado: ¡Qué difícil es no caer cuando todo cae!

 

Fuente. www.lanuevafrontera.aprenderapensar.net

Artículo publicado originalmente en la revista Escuela

José Antonio Marina es catedrático de Instituto, filósofo y ensayista. Ha centrado su labor investigadora en el estudio de la inteligencia. Es autor, entre otros muchos ensayos, de Elogio y refutación del ingenio (Premio Anagrama de Ensayo y Premio Nacional de Ensayo ), Teoría de la inteligencia creadora, Ética para náufragos, La inteligencia fracasada y Por qué soy cristiano. Es colaborador habitual en prensa, radio y televisión. Actualmente se encuentra comprometido con los proyectos Movilización Educativa y la Universidad de Padres, que tienen por fin enfrentar los retos educativos del presente.

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